Tener hijos ha sido un tema conflictivo para mí. Nunca he
tenido muchas ganas, ni he sentido la llamada de la naturaleza, el dichoso
reloj biológico. Sigo pensando ―después de haber sido madre― que nadie deja de
estar completo por no convertirse en progenitor. Ese tipo de pensamiento me
parece una sandez. Por supuesto que quien no sea padre o madre se perderá algo,
pero yo, que soy madre, me perderé probablemente montones de experiencias más
que quien no lo sea. Se trata únicamente de elegir qué perderse y qué
experimentar.
Del embarazo no voy a hablar. Solo diré que, en mi caso, no
hubo magia ―más allá de la puramente biológica, que ya es alucinante―, aunque
sí hubo un casi traumático y masivo cambio en mi cuerpo, cuyas secuelas
todavía, dos años después, colean.
Lo primero que me sorprendió fue el amor. Puede parecer un
tópico, pero es real: cuando, después de 24 horas de parto, me pusieron encima
al renacuajo, lloré. Supongo que un poco del llanto era de agotamiento, y otra
parte sería alivio por haber terminado ya, pero una gran parte era puro amor.
Un amor que no había experimentado nunca, extrañísimo y abrumador, hacia un
completo desconocido.
Después, se produjo un seísmo en mi vida de tales
proporciones que sentía que ya no existía esa vida, que estaba arrasada y rota.
Y era verdad. Agotamiento, hormonas, falta de sueño, crisis personal y de
pareja, un cuerpo irreconocible, nada de tiempo y ocupaciones ajenas y nada
apetecibles. Aunque parece fácil empatizar con ello, solo se conoce la magnitud
de la brecha, del cambio, si se ha vivido. No es tener la vida patas arriba, es
que esa vida tan querida, que con tanto esfuerzo se ha construido, ya no
existe, ni va a volver. Jamás.
Poco a poco, en mi caso a partir del año de vida de mi hijo,
la situación se va estabilizando. Se recuperan minúsculas parcelas de una misma
que van dando a la vida una cierta apariencia de lo que era. Y cada vez hay más
amor, mucho amor, un amor que hace que todo el desastre circundante merezca la
pena. Pienso que quizás es ese amor lo que hace que muchos padres se lancen sin
pensarlo dos veces a recomendar e incluso presionar a los demás para que se
animen a tener hijos, porque el amor ciega.
Casi todos los días experimento momentos dulcísimos ―risas,
besos, primeras palabras, descubrimientos―, que con el tiempo cada vez abundan
más, pero también mucho cansancio, prisas, obligaciones, trabajo... y poco
ocio, poco tiempo para mí misma. No hay equilibrio.
Y aquí estoy, hoy, con un niño de dos años maravilloso que
depende por completo de su padre y de mí. Bregando con los quehaceres del día a
día, pero también con las expectativas ―las mías y las de los demás―, las
proyecciones, las culpas... He perdido un mundo de posibilidades que ya no
averiguaré si podría haber aprovechado, pero a cambio he ganado algo que no
esperaba en absoluto, algo que se parece peligrosamente a la felicidad: resulta
que los niños no vienen con un pan debajo del brazo, sino que traen algo mucho
mejor, esperanza.
Sí, esperanza. En este mundo que todos los días parece que se
va a la mierda, herido de muerte por la peor parte de la naturaleza humana,
miro a mi hijo y le siento limpio, inocente, feliz, repleto de posibilidades.
Su existencia me ha devuelto la fe. Eso sí que hace que merezca la pena.
2 comentarios:
Silvia, si no hubiera tenido 7 hermanos y por lo tanto una clara toma de partido, la tuya podría haber sido mi situación...
Y aún ahora me pregunto si elegí lo mejor.
Me ha encantado este post, la honestidad de la maternidad. Lo que está ahí y lo que se deja.
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