miércoles, 20 de enero de 2016

Hijos

Tener hijos ha sido un tema conflictivo para mí. Nunca he tenido muchas ganas, ni he sentido la llamada de la naturaleza, el dichoso reloj biológico. Sigo pensando ―después de haber sido madre― que nadie deja de estar completo por no convertirse en progenitor. Ese tipo de pensamiento me parece una sandez. Por supuesto que quien no sea padre o madre se perderá algo, pero yo, que soy madre, me perderé probablemente montones de experiencias más que quien no lo sea. Se trata únicamente de elegir qué perderse y qué experimentar.

Del embarazo no voy a hablar. Solo diré que, en mi caso, no hubo magia ―más allá de la puramente biológica, que ya es alucinante―, aunque sí hubo un casi traumático y masivo cambio en mi cuerpo, cuyas secuelas todavía, dos años después, colean.

Lo primero que me sorprendió fue el amor. Puede parecer un tópico, pero es real: cuando, después de 24 horas de parto, me pusieron encima al renacuajo, lloré. Supongo que un poco del llanto era de agotamiento, y otra parte sería alivio por haber terminado ya, pero una gran parte era puro amor. Un amor que no había experimentado nunca, extrañísimo y abrumador, hacia un completo desconocido.

Después, se produjo un seísmo en mi vida de tales proporciones que sentía que ya no existía esa vida, que estaba arrasada y rota. Y era verdad. Agotamiento, hormonas, falta de sueño, crisis personal y de pareja, un cuerpo irreconocible, nada de tiempo y ocupaciones ajenas y nada apetecibles. Aunque parece fácil empatizar con ello, solo se conoce la magnitud de la brecha, del cambio, si se ha vivido. No es tener la vida patas arriba, es que esa vida tan querida, que con tanto esfuerzo se ha construido, ya no existe, ni va a volver. Jamás.

Poco a poco, en mi caso a partir del año de vida de mi hijo, la situación se va estabilizando. Se recuperan minúsculas parcelas de una misma que van dando a la vida una cierta apariencia de lo que era. Y cada vez hay más amor, mucho amor, un amor que hace que todo el desastre circundante merezca la pena. Pienso que quizás es ese amor lo que hace que muchos padres se lancen sin pensarlo dos veces a recomendar e incluso presionar a los demás para que se animen a tener hijos, porque el amor ciega.

Casi todos los días experimento momentos dulcísimos ―risas, besos, primeras palabras, descubrimientos―, que con el tiempo cada vez abundan más, pero también mucho cansancio, prisas, obligaciones, trabajo... y poco ocio, poco tiempo para mí misma. No hay equilibrio.

Y aquí estoy, hoy, con un niño de dos años maravilloso que depende por completo de su padre y de mí. Bregando con los quehaceres del día a día, pero también con las expectativas ―las mías y las de los demás―, las proyecciones, las culpas... He perdido un mundo de posibilidades que ya no averiguaré si podría haber aprovechado, pero a cambio he ganado algo que no esperaba en absoluto, algo que se parece peligrosamente a la felicidad: resulta que los niños no vienen con un pan debajo del brazo, sino que traen algo mucho mejor, esperanza.

Sí, esperanza. En este mundo que todos los días parece que se va a la mierda, herido de muerte por la peor parte de la naturaleza humana, miro a mi hijo y le siento limpio, inocente, feliz, repleto de posibilidades. Su existencia me ha devuelto la fe. Eso sí que hace que merezca la pena.

2 comentarios:

Brujitecaria dijo...

Silvia, si no hubiera tenido 7 hermanos y por lo tanto una clara toma de partido, la tuya podría haber sido mi situación...
Y aún ahora me pregunto si elegí lo mejor.

Nélida Devesa dijo...

Me ha encantado este post, la honestidad de la maternidad. Lo que está ahí y lo que se deja.