Este año, al estrenar el abril trigésimo segundo de mi vida,
he recibido un regalo de valor incalculable.
Un regalo que son dos y que, por inesperado, me tiene
todavía barruntando consecuencias.
Dos regalos que cumplen deseos antiguos y oxidados ya de
tanto posponerlos.
Dos regalos que me tienen atónita, inexperta, exploradora,
que me han puesto en espera al otro lado del punto de mira; me han hecho voyeur
y hortelana y un poco negligente también.
Dos regalos que me han tomado de la mano, suavemente, y con
gentileza me están acompañando para que deje de perderme ―niña inconstante y
despistada―; que me intentan conducir hacia el camino luminoso por el que crees
que discurro.
Dos regalos que no han conseguido todavía ―tiempo al tiempo,
nunca se sabe― apagar esa sed, pero que en días alternos me embriagan
para olvidarla.
Este año, al estrenar el abril trigésimo segundo de mi vida,
se me ha regalado la paz y la belleza.
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