He vuelto de vacaciones y me he dado de bruces con la
realidad. A lo mejor la inmensa tristeza, la decepción, han sido más fuertes
por haber huido casi un mes de todo. Pero el caso es que estoy perdiendo la fe,
y duele mucho. Tras semanas sin tocar un periódico, sin acceso a Internet, sin
ver la televisión, llevo cinco días intensivos de bofetadas en la boca. No sé
si aguantaré uno más.
Hay dos cosas que me preocupan especialmente, al margen de
la mierda en sí. Una soy yo misma. Por un momento, he perdido la energía que da
la rabia, el cabreo ante la injusticia. Sólo siento una infinita pena. Un nudo
en el estómago constante que se deshace en llanto ante el televisor. Pero de
qué sirve eso. No sé si de verdad alguna vez he creído tan profundamente en la
posibilidad real de que el mundo cambie, pero desde luego tengo claro que la
realidad no se altera con lágrimas. La ira, en cambio, puede que no sea una
manera perfecta, pero sí es una manera. Y qué pasará cuando medio mundo esté
cada vez más anestesiado y el otro medio vencido por el dolor, me pregunto.
¿Será cada día que pase más y más fácil todavía despellejarnos el alma? ¿Cuando
los obscenamente acostumbrados a la buena «vida» ya no tengamos para comer
seremos capaces de rebanar el cuello a quien sea necesario? ¿Habrá que llegar a
eso?
Y esa es la otra parte. Es tanto, tanto, y tan insoportable,
y tan grande, inabarcable, que paraliza. Tantos frentes en un solo país... No
hay sólo un «malo», hay millones, y los verdaderos desgraciados están
escondidos, claro, y no tienen cara. Cómo iban a tenerla, si no son humanos. Y
en cada débil y desprotegido se esconde otro y otro y otro...
Yo pensaba que la venganza que nunca se nos podría arrebatar
es la alegría. He llegado a decirlo con una sonrisa sincera en los labios, y en
el fondo sigo creyendo en ello. Pero es tal la culpabilidad. Sólo algunos
privilegiados –cada minuto que pasa somos menos y menos– podemos «vengarnos»
así, y ni siquiera eso le importa a nadie.
Me siento derrotada, sin mi cabreo, sin mi fe. Y pesimista.
Y eso nunca, nunca lo había sentido.
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