lunes, 11 de junio de 2012




En la adolescencia, me enamoraba de cualquiera. No de todo el que me dijera qué lindos ojos tienes, de cualquiera literalmente. Pasaba de un amor imposible a otro, de un enamoramiento no correspondido al siguiente. Supongo que Freud lo habría visto claro: me enamoraba de mi padre una y otra vez. Pero por aquel entonces yo no conocía a Freud. Sólo sentía que no gustaba a nadie, y rezaba por ser atractiva, por gustar, por que se enamoraran de mí. Quien fuera. No ayudaba mucho que sacara una cabeza, como mínimo, a todos mis compañeros de clase y que mi cuerpo me resultara completamente ajeno e inmanejable. Todavía hay momentos en que lo siento así de nuevo. Es una sensación horrible.
Mis diarios de aquella época están plagados de declaraciones de amor eterno, en forma de poemas. Sería gracioso si no recordara lo que me dolía. Yo vivía esos amores muy profundamente, con mucho sufrimiento. Y me refugiaba en los libros y en mis fantasías, lugares donde encontraba ese amor que no hallaba en el mundo real, un mundo en el que yo prácticamente era un chico más entre mis amigos. Lo curioso es que eso a veces me gustaba. Estaba hecha un lío.
Entonces empezó a fraguarse, o quizás a afirmarse, mi poderosa razón, mi mente, que siempre me ha ayudado a filtrar, soportar y transformar la realidad y, en muchas ocasiones, a esconder e ignorar mis sentimientos.
Y se fue creando en mí un arquetipo de deseo: el chico inaccesible, imposible.
Nunca me han gustado los arquetipos, las generalizaciones, los modelos. De hecho, he intentado negarlos, luchar contra su existencia. Pero con el tiempo he tenido que reconocer que existen, como ideas del inconsciente colectivo, y gozan de una salud envidiable. Hasta he comprobado que muy a menudo los humanos intentamos responder a esos arquetipos, convertirnos en ellos, normalmente buscando ser amados.
Al final, creo que eso es lo que mueve el mundo: no el amor, sino nosotros buscándolo. El ser humano buscando aprobación, cariño, ser amado. Por lo menos nuestro mundo, el mundo mimado y abundante, hasta cuando se cae a pedazos.
Siguiendo conmigo: afortunadamente —por mi salud mental—, rayando la juventud, empecé a sentir el deseo de los demás, que no el amor. Algunas veces, no siempre de quien yo quería. Porque mi afán de alcanzar lo imposible seguía funcionando a la perfección. Ocurría de la manera más mundana y convencional posible: normalmente me aburrían soberanamente los chicos a quienes yo gustaba y me parecían fascinantes los que ni siquiera se fijaban en mi existencia. Seguía, en secreto, enamorándome de imposibles —y escribiendo poemas—, aunque de cara a los demás tuviera relaciones más o menos "normales". Como es lógico, nunca acababan muy bien. Más bien acababan y punto.
Y luego tuve muchísima suerte. Encontré el amor. Fue muy pronto, ocurrió de manera inadvertida e inesperada y me enseñó mucho. Por ejemplo, que el amor que yo buscaba, para existir, debe ser correspondido. Que lo otro era ceguera, y cobardía. Como mucho, deseo. Que los arquetipos se quedan a un lado cuando se produce un encuentro, una conexión. Que lo accesible puede ser maravilloso. Que, a lo mejor, yo soy digna de ser amada.
En las películas, aquí acaba todo. También en muchas novelas. Lo encontré. Por casualidad. Qué afortunada. Fin.
Pero claro, la realidad es otra. En la ficción no se aprende del día a día, de la rutina, del desgaste, de lo duro y difícil que es alimentar al amor, que es un dios caprichoso y exigente. No quiero ser ingrata, la ficción tampoco habla de las pequeñas delicias del amor cotidiano, de los momentos brillantes del amor a largo plazo. Muchos años después, yo sigo infinitamente agradecida. Pero aquella adolescente que deseaba lo inaccesible sigue formando parte de mí. Soy humana y, como tal, sigo queriendo lo que no puedo tener. Los hombres peligrosos, misteriosos, lejanos. Las mujeres seguras, enigmáticas, sensuales y bellas. Todo lo que yo no soy.

No hay comentarios: