sábado, 21 de enero de 2012

Acabo de pegarme una llorera de las buenas.
Con el final de un libro.
Y estoy bien, tranquila.

Casi siempre, llorar sana.
Es como si el dolor se escurriera con las lágrimas
y dejara espacio libre dentro.
A veces también pasa al comprender algo,
con la aceptación
o cuando se deja de intentar mirar y por fin se ve.

El dolor no es tan malo.
Es natural.
Hay motivos, reales, duros,
y el dolor sería como el proceso de una enfermedad,
inevitable para la curación.
El verdadero problema es el sufrimiento.
Regodearse en el dolor
hasta que deja de tener sentido,
pero lo ocupa todo.

A mi alrededor,
personas a las que quiero de verdad
están inmersas en el dolor,
con motivos reales para ello.
Una parte de mi corazón se duele con ellas,
aunque no sirva de nada.
Es solo un dolor de acompañamiento
y, en ocasiones, la rabia que da la impotencia.

Mientras tanto,
la vida sigue
y en mi insignificante parcela de ella
aprendo, muy poco a poco,
a desear,
a querer,
a pedir.

Quiero música,
quiero color,
quiero alegría.

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