sábado, 17 de julio de 2010

Ordenando papeles me he encontrado una agenda del 2003 en la que a lo largo del tiempo he ido apuntando los cumpleaños de las personas presentes en mi vida. Me ha conmocionado un poco cuando he visto escrito abuelo en la pequeña casilla del 15 de agosto. Es el día de la Asunción de la Virgen y así se llamaba mi abuelo, Asunción, aunque inexplicablemente mi abuela le llamaba siempre Javier.
Me he acordado de la sensación de verano en el pueblo, todos los años de mi infancia. Y he recordado la celebración del cumpleaños de mi abuelo, invariable incluso cuando ya no pasaba los veranos en Yélamos de Arriba.
Un año, como muchos otros, aunque haya quedado más grabado en mi memoria, después de la misa una orquesta tocó en la plaza del pueblo. Yo estaba en esa edad en que la gente al mirarme se daba cuenta de que ya no era una niña. Y claro, me arreglé para la ocasión. Recuerdo que mi abuelo me miraba con orgullo. Aunque su mirada estuviera tamizada por el cariño, yo sé que veía a una mujer joven y hermosa, y eso era algo que mi abuelo siempre amó, la belleza.
Aquel día me sacó a bailar. Gracias a él domino el pasodoble y sé dejar que un hombre me lleve bailando. El truco es sencillo: sólo hay que confiar en él. Ese 15 de agosto me enseñó a bailar el tango. Su particular versión del tango.
Mi abuelo era un hombre de la tierra, atado a los ciclos de la siembra hasta cuando vivía en Madrid y vendía confección de señora en el Mercado de la Cebada, y quizás por ello, era un hombre cálido, elegante y divertido.
La última vez que bailé con mi abuelo fue en mi boda. Ya estaba muy enfermo, pero aun así, caminó de mi brazo hecho un pincel y sorprendió a todos con su alegría. Recuerdo que mientras bailábamos mi primer baile de casada se enfadó un poco. Para él la canción Noches de boda de Sabina no era un vals como dios manda. También sé bailar el vals gracias a él.
Le echo mucho de menos.

Estoy leyendo un libro precioso que comienza hablando de cómo se puede saber la edad de un árbol por sus anillos, la de un pez por sus escamas y la de una persona por las pérdidas que ha sufrido. La pérdida de mi abuelo es un gran anillo oscuro en mi interior, pero tengo su memoria tallada con fuerza en mi corazón, así que lo que no he perdido es su risa, sus bailes, su alegría, su amor. Lo conservo todo conmigo.

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